jueves, 31 de mayo de 2007

EL HOMBRE MALO

La rutina me convierte en adivino.

Al doblar la esquina el niño preguntará por su madre y dirá que le duelen los pies.

Yo le preguntaré si quiere montar a caballo y a él se le olvidará todo.

No conozco la culpa ni caigo en el chantaje de la vocecita. Simplemente el niño pesa poco y no me importa llevarlo a hombros los últimos metros. Es más cómodo para mí.

Al cruzar la verja del colegio el niño me espolea con la cadera:

- Arre caballo.

Yo simulo un ligero trotecito y un día más el niño entra saludando a sus compañeros como un vaquero. Uno de sus compañeros tiene un pony en el campo, pero ninguno entra al trote como él todas las mañanas.

También entra en la rutina el hombre del coche grande.

Cada vez que salgo esta ahí, aparcado sobre la acera, en el sitio que nadie más puede ocupar, porque sólo ese coche puede subir el escalón.

Un coche de estos gigantescos que en la publicidad pueden subir a la cima de las montañas.

Yo veo desproporcionado llevar todas las mañanas a un niño tan pequeño en una máquina tan grande.

El hombre no me mira, nunca me mira, pero esta vez tiene la ventanilla bajada y el antebrazo apoyado. Veo el tatuaje, una maraña de líneas de colores que se pierden codo arriba.

Al día siguiente la ventanilla bajada de nuevo y esta vez la camiseta deja ver hasta el hombro. Se intuye el final del tatuaje. Es una serpiente que sube desde la muñeca hasta la espalda enroscándose a lo largo de todo el brazo. Evidentemente el señor se estaba dando a conocer a su manera. No se si sólo a mi o a todos los padres.

El tercer día no había camiseta. La serpiente no iba hacia la espalda, sino que volvía sobre el hombro para mostrar las fauces amenazantes dirección al cuello. Una obra de arte y al mismo tiempo una imagen aterradora. Solo pude retirar la vista cuando había llegado a su altura.

El hombre abrió la puerta impidiéndome el paso y me invitó a café. Yo acepté enseguida, por curiosidad, pues tampoco conozco el miedo.

El hombre no se ganaba la vida hablando. Pero no quería contarme nada de su oficio porque según él, cuanto menos supiera, mejor para mí.

Sólo dijo que no estaba orgulloso de algunas cosas que ya no tenían remedio. Me contó que su trabajo le obligaba a ausentarse unos días y estaba buscando alguien para que se ocupara del niño. Pagaba bien.

A mi lo único que me conmueve es la sinceridad y estuve a punto de sincerarme con el hombre pero no me dejó. Le bastaba con ver como entraba cada día con el niño sobre la espalda.

Cuando me estaba guardando el sobre en el bolsillo sin abrirlo, note un buen fajo de billetes.

El hombre me dijo que si no volvía en cinco días, lo había preparado todo para que yo recibiera mucho más.

El siguiente día recogí a dos niños del colegio. El coche grande no estaba subido a la acera.

El pequeño se adaptó inmediatamente y congenió rápidamente con mi chico.

Merendaron estupendamente. Luego abrieron la caja de los juguetes y pusieron el salón patas arriba. Me tuve que poner serio y recogieron en un plis plas. Como se aburrían mande al chico a enseñarle la casa a su nuevo hermanito mientras yo hacía la cena.

Una tortilla de gambas. Eso nunca falla.

Vinieron corriendo. Habían visto a alguien en el sótano. Yo les pregunté si habían abierto el congelador y no contestaron. Uno de ellos tenía un alambre en la mano. El nuevo no tenía culpa, pero el otro sabía que no se podía tocar ahí.

Querían enseñarme. Los seguí hasta el sótano. Ellos bajaron primero y yo no tuve que bajar todas las escaleras. En cuanto vi la cadena en el suelo, volví arriba y cerré la puerta con llave.

Ahí los dejé encerrados. Si son mayorcitos para abrir un candado con un alambre, también son mayorcitos para entender que yo soy el malo de este cuento.

martes, 8 de mayo de 2007

EL SUBMARINISTA

El submarinista.

Para que el niño creciera sin rencores ni malicia el padre se lo llevaba de paseo siempre que podía.

Al niño le gustaba pasear con su padre hablando de sus cosas. Más que el cine o el parque. Mejor, más barato.

A veces el padre no quería responder algunas preguntas y entonces, en la orilla del mar, lo retaba a tirar piedras.

El padre tiraba las piedras desde debajo de la cintura y las piedras rebotaban en el agua hasta cuatro veces antes de hundirse.

Al chico las piedras se le hundían sin botar, porque no poseía la técnica aún. De vez en cuando alguna botaba, lo cual era muy celebrado por ambos.

Una de esas tardes estaban tirando piedras al mar y el chico encontró una piedra más grande de lo normal y dijo:

-Papa, a que no puedes con esta.

Y el padre la cogió y la hizo botar sobre la superficie dos veces.

- Anda, eso no es una rana, es un sapo – dijo el niño, y buscó una mayor aún.

- A ver esta – la piedra casi no cabía en la mano del padre.

El hombre juntó todas sus fuerzas porque la piedra no era muy plana y para hacerla rebotar debía ir muy rápida.

Antes de que la piedra tocara el agua emergió la cabeza de un submarinista que se llevó el impacto de lleno y volvió a sumergirse inmediatamente.

Padre e hijo se miraron sorprendidos y sin decir nada, él se descalzó, se descamisó y mandó al niño a llamar por teléfono al chiringuito mientras entraba al agua a socorrer al pobre buzo.

El agua estaba muy fría, y estuvo buceando un buen rato sin resultado. Cuando salió el niño estaba con el dueño del chiringuito que traía una manta.

El hombre entró al agua dos veces más a buscar al accidentado antes de que llegara la policía.

Los policías no llevaban bañador y llamaron a unos socorristas de la cruz roja.

Los socorristas estuvieron buceando un buen rato y optaron por llamar a sus compañeros de la barca.

Llegaron los compañeros de la barca y estuvieron rastreando la zona con unos ganchos. Otros desde la orilla tiraban los ganchos a mano y los recogían rápidamente.

Tanto unos como otros y los que iban llegando preguntaban una y otra vez a padre e hijo que había pasado y donde creían que estaba el submarinista.

Una y otra vez señalaban el lugar exacto tirando una piedrecita en el mismo sitio. Llegó la hora de la merienda y ya habían tirado más de treinta piedrecitas.

Ya había muchos curiosos en la playa cuando llegaron los fotografos del periódico local. Como no había víctima aún y resultaba inútil tomar fotos del mar, los fotógrafos se dedicaron a sacar fotos a los curiosos, que saludaban a la cámara, lo que resultaba inapropiado para un suceso tan oscuro. El fotógrafo más listo, organizó a la gente y les explicó que si querían salir en el periódico debían mirar al mar sin saludar a la cámara ni ponerle cuernos con los dedos a los amigos. Aún así se coló algún graciosillo en la foto.

Los de la búsqueda se desesperaban a medida que caía la tarde y planteaban hipótesis que siempre pasaban por desacreditar a los testigos.

- A lo mejor ha sido un reflejo

- Un pez de estos que saltan en el momento justo…

- ¿y no puedes haber cogido una ola con la piedra?

Padre e hijo insistían cogidos de la mano en que habían visto lo que habían visto. Al principio categóricamente y luego ladeando la cabeza un poquito.

- Niño, si quieres te llevo a casa un momento y vuelvo.

- No papa, yo me quedo.

Cuando llegaron los de operaciones especiales con las barcas y los equipos autónomos ya quedaban pocos curiosos. Ni desmontaron porque ya era muy tarde y no había casi luz.

Un señor con bigote, jefe de todos, hasta de los curiosos, informó de que la búsqueda se cancelaba por la caída de la noche y por la escasa probabilidad de que hubiera alguien ahí abajo.

Padre e hijo se miraron y encogieron los hombros. El hombre del chiringuito les dijo donde podían dejar la manta cuando se marcharan. Los demás se disolvieron poco a poco, hasta dejar otra vez la playa con sus dos únicos testigos.

La noche caía.

- ¿Nos vamos papa?

- Espera un poco más. ¿Tú viste al submarinista?

- Si, tenía unas gafas amarillas.

- Si, amarillas, me acuerdo.

Ya era de noche. La luna estaba ahí, reflejándose en el agua. El niño esperaba que el padre le dijera algo y el padre esperaba que el chico le pidiera algo. Pero ya no hablaban, se quedaron cogidos de la mano mirando al mar.

Entonces asomó otra vez la cabeza del submarinista. No solo la cabeza, los hombros, los brazos, la cintura, esta vez continuó caminando hasta la arena. Se sentó para quitarse las aletas junto a los testigos.

- Por fin se han ido, ya no aguantaba más.

Y todo acabó bien, porque el submarinista tenia una herida en la frente y el padre tenía en el coche un botiquín y le puso una tirita de esas impermeables, que no se van con el agua.