viernes, 17 de octubre de 2008

EL MAGO

EL MAGO

Capitulo 1
Isidro no tenía medios económicos para comprar ni una mísera baraja de cartas. Por fortuna tenía cientos de moscas revoloteando alrededor aquella fría mañana de noviembre de 1932.
Pero aprendía de ellas. Las cazaba de mil maneras distintas. Probaba nuevos métodos. Con una sola mano, con las dos al estilo orquesta, con un periódico viejo, al vuelo o simplemente machacándolas contra la pared cuando perdía la paciencia.
Gustaba Isidro de cazarlas sin matarlas y quitarles las alas, solo por curiosidad, sin ánimo de martirizarlas.
Sonaban ecos de cante flamenco por la calle trasera de su casa. ¿Quién sería?
Quizá un gitano loco que vivía feliz en una estercolera cercana a su casucha.
Esa mañana, con más hambre que de costumbre, salió al mercado a buscar fruta pasada que compraba por cuatro chicas o robaba si podía. Aunque en realidad no llevaba dinero encima, nunca lo llevaba. Tan sólo 3 cáscaras de nuez molleja bien limadas, limpias y desgastadas y un chícharo seco. Este era su material de trabajo para asegurarse el almuerzo diario.
Cuando había recorrido el zoco, el rastro, el mercadillo y sus aledaños, improvisaba una timba de apuestas, un trile, vamos como dirían los granaínos. Para dicho “casino” tan sólo necesitaba alguna caja de frutas puesta bocabajo y una servilleta de tela de fieltro verde que siempre llevaba en su bolsillo.
No tardaban en llegar los curiosos y los sedientos de juego y azar. Era fácil y simple. Tres cáscaras de nuez y una bolita.
¿Dónde está la bolita? En el centro, a la izquierda o la derecha. Casi siempre en el sitio opuesto al que vaticinaba algún listillo.
En más de una ocasión tenía por allí a los migueletes que le quitaban el dinero, le daban una paliza y lo rapaban al cero, amén de purgarlo. La dichosa ley de vagos y maleantes aplicada con saña a un niño de nueve años.
Isidro se veía obligado por la imperiosa necesidad del “enano pataleante que vivía en su barriguita”, a buscarse la vida.
Su padre trabajaba cargando bultos en el puerto, su madre criando hermanos propios y ajenos. No podía darle siquiera lo básico: colegio y comida. Tan sólo cobijo.
Era él, el que, en parte sustentaba a la familia con sus artes de escamoteador y farándula.
Nunca tuvo maestro, bueno si, la calle.
Si, como dice el refrán, el hambre es más lista que los doctores de la ciencia, Isidro lo tenía por tónica del día.

A veces caía en sus manos algún libro con ilustraciones de prestidigitadores famosos, explicando este o aquel juego de magia. El sólo se fijaba en los dibujos, pues no sabía leer ni papa.
Por el mediodía, volvía a la chabola con carne salada y alguna verdura, fruto del trueque o hurto. Su madre siempre le regaña, pero asentía con gusto porque eso era lo que había para echarse a la boca.
Su padre cobraba por día… el día que trabajaba, pues pasaba más horas en la tasca invitando a los amigotes que en su propia casa. La tajada era segura y diaria, hubiera trabajado o no.
Ay, San Isidro Labrador, patrón de tantos pueblos y también de Melilla, como no podía ser de otra manera había confiado su patronímica procedencia a nuestro insigne niño de casi 10 años, como tanto le gustaba repetir.
Agustín, Julián, Angustias y Purificación eran los otro cuatro “santos”, todos menores que él , de chiripa, si no fuera por la cuarentena , que esperaban en casa como polluelos hambrientos a que San Isidro les llenara la tripa( o el pico ) al mediodía y algunas veces ( las menos) alguna madrugada.
Esa tarde fueron tejeringos rancios de aceite requemado los que alimentaron a la familia Hinojosa.
Aquí tenemos de nuevo a Isidro, haciendo juegos de manos, mirándose a un espejo maltratado por el tiempo, desvencijado y con la plata desconchada por todas partes.
Ante el “mágico” espejo, se transformaba en otra persona. Una persona que huía de la cruda realidad. La miseria ya no estaba. Detrás de él, la escombrera era ya un teatro rebosante de público y la vieja chaqueta de su padre relucía con un nuevo brillo de chaqué. Una chistera era improvisada con el cartón de una caja de zapatos pintada de negro con hollín y recortada toscamente.
Cuerdas, monedas, aros chinos, perdices volanteras y conejos saltarines flotaban a su alrededor.
Todo estaba en su cabeza y, si estaba allí era porque él lo deseaba. Deseaba notoriedad, la más pura de todas. Respeto, afán de superación y ánimo de lucro se entremezclaban en un equilibrio imposible. Un elefante desaparecía en las narices de la primera fila por arte de birlí y birloque.
Tigres enjaulados y personas cortadas en dos mitades eran el número fuerte.

Isidro sólo poseía las nueces y el guisante, pero lo tenía todo en realidad.
¿De dónde diablos le venía esa afición tan fuerte y tenaz?.
La mentira hecha ilusión le embriagaba de tal forma que nunca perdía la fe en sí mismo. Y la realidad es que tenía arte y gracia. Era observador, autodidacta por pura indigencia.
Ser mago no era oficio rentable, según su padre. Así que decidieron por él, y se lo llevaron al puerto a cargar sacos o arrastrar carretillas de grano, lo que encartara.
Mucho daño para un niño. Sus huesos blanditos todavía, su nariz moqueante siempre, no le servían de gran ayuda.
Era un buen trabajo, decía su padre. No le sacaba de la miseria pero daba para comer.
¡ Menudo argumento ¡
- Sidrín, ven pacá ¡
- Arrima más el hombro y demuestra como trabajan los Hinojosa.
- Es que estás mu arto pa tu edad ¡, decía su padre.
- ¡esto es pa toa la vida, pa ti ¡ es tu porveni, decía Federico.

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